Ayer rugieron ráfagas de viento contra la ventana. Silbaba al colarse, furtivo, por entre las rendijas y resquicios que el uso y el tiempo han dejado en las puertas y ventanas de mi casa. El día, vestido de gris plomo, bailaba enloquecido al ritmo del viento. Los días como estos parecen tener la capacidad de colarse en mi ánimo y producirme inquietud y desasosiego.

Desde la ventana de mi cocina, observo el mar y el vuelo de los pájaros marinos.

Aunque el viento me inquieta, también me regala momentos de gran placer. Si ver volar un ave es bello, lo es más cuando hay viento. Me viene a la cabeza ese fragmento del poema “Alas en fuga”, del costarricense Julián Marchena: “Y oponer a los raudos torbellinos el ala fuerte y la mirada fiera”…
Veo a las gaviotas volar desafiando el viento. De repente parece que encuentran una ruta invisible de aire caliente y se deslizan sobre ella pero, un instante después, son golpeadas por el viento produciéndoles una especie de trastabilleo, como si tropezaran con algo que no veo allá arriba, en el cielo. Con dificultad mantienen el equilibrio. Otra ráfaga y por poco vuelan de espaldas… otra más y casi caen al mar… pero siempre se reponen, siempre consiguen mantener el ala fuerte y la mirada fiera. A veces imagino lo que pueden estar sintiendo. Me pregunto qué es lo que las lleva a desafiar al viento. ¿Se sentirán tan vivificadas como yo cuando, en un trozo de costa, en un faro, o incluso en Punta Herminia, dejo que el viento me empuje, despeine mi pelo y ruja en mis oídos?

Ah! las gaviotas… las veo surgir, empujadas por el viento, frente a mi ventana, de abajo hacia arriba. Aparecen sorpresivamente, luego pasan, desaparecen… como si jugaran al escondite. Otras veces, cuando el viento amaina, las veo volar a dúo, acompasadas, como si danzaran, como si se acompañaran imitándose una a la otra; como si una fuera la sombra de la otra. En un día de viento esa danza no es posible. En esos días ventosos y grises, cada gaviota hace como puede. Cada una, a su manera, despliega sus artes para el vuelo.

Las que más me sorprenden, sin embargo, no son las patiamarillas, tan comunes en estas tierras gallegas, sino las pequeñas gaviotas reidoras. El mismo día nuboso, el mismo vendaval y un desafío similar, o mayor si cabe, que el de las gaviotas más grandes. Vuelan ellas a ras del mar, un vuelo bajo que a simple vista parece más fácil. Sus “tropezones” en el aire demuestran que tampoco lo es.

El viento me trajo ayer un regalo aún más singular: cinco alcatraces atlánticos haciendo gala de su belleza frente a mi ventana. Sigo a uno de ellos con mis prismáticos y danza mi cuerpo con su danza en el viento. Su largo cuerpo blanco con sus alas como bumerangs, pasa raudo hacia algún lugar que sólo él conoce. Por la velocidad que lleva, parece tener prisa. Sin embargo, un poco más allá, antes de llegar al dique de abrigo, hace una maniobra, un giro suave, largo y lento, como el de los aviones cuando se colocan frente a pista para el aterrizaje. Después, leve descenso. A través de los prismáticos veo como baja su cabeza y mira hacia el mar, hacia un lado y hacia otro. Divisó su presa, calculó velocidad y distancia y de nuevo, otro giro, esta vez más bajo, casi hasta rozar el mar con su ala inclinada… y de repente sube, pliega sus alas en lo alto y se lanza en picada… ¡splash!… casi puedo oír el sonido de su cuerpo chocando contra el agua. Casi puedo ver las miles de gotas que saltan por todos lados a su alrededor y veo cómo atrapa al pez, sube a la superficie, lo engulle, bate de nuevo sus alas y levanta el vuelo. Un poco más adelante, ya alcanzada cierta altura, se detiene unos instantes y sacude su cuerpo para dejar caer las gotas que, agarradas a sus plumas, querían volar con él.
Y sigue el alcatraz… vuela, observa, sube lento, baja, se desliza con su ala a ras de mar, trastabillea también, pero mantiene el rumbo con sus alas. Su aleteo es fuerte, vigoroso y constante; casi no planea –como hacen a veces las gaviotas- aparece y desaparece como el sol, en esta mañana de primeros de marzo.

Hay momentos en que los alcatraces vuelan para pescar y otros en los que, con el mar calmo y tibio el sol, lo hacen simplemente por el placer de volar. Su vuelo es espléndido y verlos volar, sublime.