Mi paso por Guatemala renueva cada vez, ese vínculo amoroso que siento por el país cuando recorro sus caminos, cuando, por ejemplo, voy hacia la costa y siento su calor y dejo que mi mirada se pierda a lo largo de extensas llanuras secas, pintadas de oro y sepia. Los cactus se multiplican a lo largo del camino y, de cuando en cuando, aparecen unos  hilos de agua que alguna vez fueron abundantes ríos. Encuentro esperándome, al llegar, a mujeres robustas, morenas, de pelo negro y rizado que me cuentan sus problemas, como parte de la evaluación de un proyecto. “Mire seño, lo peor que tenemos aquí es que somos muy pobres, no tenemos muchos lugares dónde ir a trabajar, sólo las maquilas. Sí, hay muchas aquí… yo no digo, seño, que los coreanos sean malos, tal vez no, pero ponen a trabajar allí a unos hombres muy malos que nos tratan mal y por nada nos despiden” Allí conocí a Juana, una comadrona de 53 años que me regaló una artesanía de cerámica. “Juana, le dije, escríbeme aquí tu nombre para no olvidarlo. Ay seño, si no sé escribir, sólo sé pintar unas rayitas que me enseñó mi hijo, así, mirá”. Y con esas rayitas firmó su regalo para mí.

¡Qué contrastes los de Guatemala!; cuánta pobreza en un país tan rico; cuántos horrores en un país que es, al mismo tiempo, sensible y tierno. Esa sensibilidad y esa ternura queda plasmada en la pintura de Filiberto Chaly, un indígena de Comalapa. Cuando vi sus óleos pensé que no podía ser posible que algo con aquellos colores pudiera existir. Será, pensé, su visión romántica de la realidad que lo circunda. Esa tarde regresaba a la capital a eso de las cinco y treinta, cuando de repente vi lo que Chaly pintaba: una bruma había caído lenta y suave sobre los maizales y las casas de barro y teja y todo se llenaba de un naranja pálido color melocotón, dulces rosados y lilas suaves y cálidos. Aquel paisaje, como sus cuadros, llenaba de paz; los colores eran como un abrazo tierno, la bruma, medio enseñaba, medio escondía, la realidad que apenas se mostraba. La pintura de Chaly era la realidad al atardecer.

En el altiplano guatemalteco, en cambio, todo es contraste: el verde azulado de los bosques rasgados por ríos de plata y cataratas blancas que se dejan ver a lo lejos; paisajes de intensos colores, en los que predominan los rojos y los morados en los trajes de las indígenas. Es el lugar en el que se habla cakchiquel y mam; de hombres cargando pesados fardos de leña a sus espaldas cuando cae la tarde, a la vera del camino. Por aquí se llega a Chichicastenango, a Sololá y al Lago Atitlán, con su serenidad nocturna y su furia vespertina. En el altiplano, todo es azul, todo es inmensidad y, al menos en apariencia, todo es paz.

Ese azul, esa inmensidad y esa paz esconden dolor y pobreza, esa que se encuentra cuando, al fin, se entra en contacto con la gente que son, en mi caso, mujeres. También ellas bajaron de sus aldeas para hablar conmigo, para contarme la realidad de sus vidas. Sus nombres son ladinos pero sus apellidos son Puac, Tijaxun, Tun Bacajol, Socorec, Itzol Puac o Chicop Socte. “La pobreza seño, es lo peor, porque tenemos muchos hijos, porque no hay trabajo y, a veces, no tenemos ni para comer. Y la violencia… aquí, a muchas mujeres les pegan y siempre están moradas, golpeadas y desnutridas y tienen muchos problemas, seño” Vienen con sus vestidos de colores vistosos, pero están descalzas y no tienen dientes. Parecen tener cincuenta años y apenas llevan treinta o treinta y cinco vividos, pero cada una con siete u ocho hijos; a veces más. Encontré a una mujer que había tenido 21 partos y 18 hijos vivos. Sé que hay muchas más en estas condiciones.

Este país me conmueve, me seduce y me gusta, pero al mismo tiempo me llena de inquietud y de tristeza. La gente buena de esta Guatebuena, merece vivir en paz, tener oportunidades y derechos y, sobre todo, lo merecen sus valientes mujeres. Es difícil de entender esa disyuntiva en la que vive este país entre la bondad y la ternura, la violencia y el horror. Quizá de esa disyuntiva provenga, también, su magia y su capacidad de seducir y enamorar a quién lo ha vivido y sentido desde las entrañas. Quizá de allí, los furiosos azules y rojos, su cielo intenso y transparente pero también, la bruma que lo oculta, violeta y gris, al caer la tarde.