Hace ya algunos años fui con Marcela Lagarde al Palacio de Hierro, esa gran tienda por departamentos de la Ciudad de México. Me acompañaba a comprar un vestido para asistir a la boda de una querida amiga. Conversábamos animadamente mientras nos paseábamos por entre telas, trajes y vestidos practicando esa costumbre, tan de las mujeres, de ir tocando, distraídamente, lo que encontramos al paso, como si calibráramos al pasar, el material del que las prendas están hechas. Ciertamente, en aquel momento, cualquiera que nos viera sabría que lo que menos nos importaba era el vestido en cuestión y en cambio sí, aquella conversación que manteníamos. Le contaba yo, entusiasmada, de un amor que recién había conocido. Le pareció a ella que mi entusiasmo no guardaba las debidas precauciones que le debía a la vida (y al amor) una mujer que ya rondaba los 40 años así que me dijo, con esa voz ronca tan suya: “Rochi, no te enamores con el corazón, enamórate con la cabeza”. En ese momento, no entendí exactamente lo que me quería decir, pero ahora, pasados los años, lo sé perfectamente.

De una manera clara y sencilla me venía a decir Marcela que enamorarse siguiendo las premisas del amor romántico, entrañaba sus riesgos. Enamorarnos con el corazón significa entregarnos al amor sin guardar un espacio para nosotras mismas, “ser para las otras y los otros” y no ser “seres para sí”, que diría ella misma. Enamorarnos con el corazón significa entregarnos a la otra persona, fusionarnos en él o en ella perdiendo, casi por completo o completamente, esa conexión con nosotras mismas tan importante y necesaria si queremos tener una mínima posibilidad de construir una relación sana, placentera y basada en el respeto, la igualdad y en el buentrato. Toda la educación afectiva que recibimos las mujeres –de muy mala calidad, por cierto- busca que consideremos como ideal, esa entrega absoluta y desinteresada primero a la pareja y luego, a las y los hijos. Dejar que nos colonicen las voces de los otros, sus palabras, sus necesidades, sus demandas y que no quede espacio para escuchar lo que sentimos, lo que necesitamos, lo que queremos y lo que no queremos.

Enamorarnos con la cabeza no significa que desechemos la ternura, la pasión, o incluso, los momentos de fusión intensa. Enamorarnos con la cabeza significa, entre otras cosas, entender que tenemos una vida única que merece ser vivida plenamente, con seguridad, sin violencia, con respeto, reconocimiento y valoración. Que somos dueñas de un tiempo y que ese tiempo tiene un valor y que lo damos como un gesto de amorosa generosidad, porque también recibimos  de aquellas personas a las que amamos y cuidamos. Enamorarnos con la cabeza, significa saber fusionarnos con el otro o la otra, pero también saber separarnos, en el sentido de tomar distancia, no de ruptura. Es en la separación  en donde nos encontramos con nosotras mismas, es donde podemos vernos, sentirnos y escucharnos, escuchar lo que queremos y lo que no queremos. Allí nos afianzamos, nos “enraizamos” en nosotras mismas y es desde allí que podemos establecer una relación de igualdad y de respeto con las otras y con los otros. Esto es muy fácil de decir pero hacerlo es otra historia. Una historia de trasgresión a las normas aprendidas y trasmitidas a las mujeres a través de la educación afectiva. No cumplir con los mandatos en relación con el amor (entrega, abnegación, cuidados…) nos enfrenta a la culpa y al miedo. Miedo a dejar de ser queridas, valoradas, reconocidas y respetadas, réditos que recibimos si nos comportamos siguiendo los mandatos y las prohibiciones que impone el sistema patriarcal a las mujeres (y, aunque con otros contenidos y en otros sentidos, también a los hombres).

A de Amor comienza por amarnos a nosotras mismas, con un amor inmenso, incondicional, apasionado y generoso. El mismo amor que estamos dispuesta a dar a la pareja, a las hijas y a los hijos, a las causas perdidas y a las encontradas, al planeta y a la naturaleza… Un amor en el que también quepamos nosotras. No hay otra manera de construir una relación de pareja sana, igualitaria y placentera. Requerirá de nosotras una clara conciencia (autoconocimiento); tendremos que aprender a despedirnos  de esas hijas perfectas que el sistema patriarcal demanda de nosotras para dar cabida a nuestra propia voz, a nuestros propios deseos y necesidades, es decir, tendremos que aprender a despedirnos, a elaborar duelos. Hemos de aprender, además, a lidiar con el miedo y la culpa, a trabajarnos, a limpiarnos de toda esa “basura” que internalizamos a través de nuestra propia educación afectiva. Y hemos de tener, a decir de Virginia Woolf, un cuarto propio, es decir, espacios de tiempo –reales y emocionales- para estar amorosamente con nosotras mismas.

Y eso, en cuanto a nosotras. Y luego, ¿qué pasa con los hombres? Me ocuparé de ellos en una próxima entrada porque, para que funcione la ecuación de la igualdad, del respeto y del buentrato, también ellos han de transformarse. La A de Amor, debe funcionar también para ellos pero en sentidos algo distintos que en las mujeres.

Enamorarnos con la cabeza es tomar conciencia de que el amor es una construcción cotidiana que comienza en y con nosotras mismas.